17 nov. 2012
“Españolizar” o el pecat de ser català
Francisco Javier Cubero Egea va néixer a Badalona (Barcelona, Espanya) el 1960.
Llicenciat en Filologia Hispànica per la Universitat de Barcelona i tècnic especialista en Arts Gràfiques, actualment desenvolupa la seva tasca docent en el programa de Graduat Superior de Disseny de l’Escola Elisava, centre adscrit a la Universitat Pompeu Fabra, i al Col · legi Santa Teresa de Lisieux de Barcelona, on és professor de llengua i literatura.
Autor de diversos llibres inèdits de poesia, poemes seus han aparegut en diverses revistes espanyoles i d’altres països com Argentina, Colòmbia, Mèxic o Perú. Ha publicat “El corazón de limo” (Barcelona: Paralelo Sur Ediciones, 2007).
És el creador i editor del portal d’Internet eldigoras.com i director de la revista de literatura Paralelo Sur, publicació semestral en paper editada a Barcelona.
Ha escrit aquest magnífic text que convindria que llegís el Sr Ministre Wert, cosa que dubto que faci. Deu tenir altres feines més importants…
“ESPAÑOLIZAR” O EL PECADO DE SER CATALÁN
Haber nacido en 1960 me proporciona una cantidad considerable de recuerdos, entre ellos el de un niño de 6 años que cada mañana, en el patio del colegio, cantaba el “Cara al sol” con el brazo en alto, como si fuera un juego, mientras una bandera, roja y gualda, ascendía por el mástil.
De aquella época es también una fotografía de escolar dócil posando ante un decorado de libros, con un ventanal de cipreses pintados al filo de un arroyo, un busto de Cervantes y un mapa político de España. Una fotografía en blanco y negro coloreada con anilinas tristes ya, de tiempo y de experiencia.
Quien supo de materias obligadas, como una Religión centrada en el pecado y en la culpa o aquella denominada Formación del espíritu nacional guiada por el odio y por el miedo para cultivar un nacionalismo español de hoja perenne, oye ahora mensajes parecidos, bajo la misma bandera que esconde el águila aunque esté claro que mantiene las garras afiladas.
Así el país, aquel país tan impuesto como ficticio, vuelve hacia el blanco y negro maquillado de anilina, de la mano de un ministro de Educación apellidado Wert: «Sí, nuestro interés es españolizar a los alumnos catalanes».
Fui un alumno catalán curiosamente españolizado. Mi madre, nacida en Granada, contrajo matrimonio con mi padre, nacido en Zamora, y algún tiempo después nacía yo en la ciudad de Badalona. El catalán estaba perseguido por el nacionalismo español gobernante, la escuela era en castellano, la ideología venía de la mano de aquellas enciclopedias Álvarez que, sin embargo, recuerdo con afecto. El tiempo tuvo que llevarse la mitad de mentira, de imposición y de odio que contenían ciertas enseñanzas. Algo debió ayudar tener buenos maestros que no eran catalanes, una madre cariñosa e inteligente que les pedía a los vecinos que nos hablasen catalán a mi hermano y a mí, o un abuelo andaluz tan republicano como honesto.
Pero los vecinos que eran catalanes nos hablaban en castellano, ¿quién sabe cuánto de cortesía y cuánto de miedo podía haber en aquella buena gente cuyo pecado principal consistía en ser catalanes y hablar catalán en Catalunya? ¿A alguien se le ocurre que se le pueda prohibir hablar su lengua a un castellano en Castilla? Ahora parece que la memoria es frágil, aquí no sólo se persiguió al republicano, también se persiguió al catalán sólo por serlo, algunos se olvidaron pronto o se inventaron otra historia.
Crecí en un país cuyo interés era españolizar a los niños catalanes. Aunque yo no hablaba catalán tuve que acostumbrarme a ser “polaco” y decidí aprovechar, a los veinte años, el Servicio militar obligatorio que me llevó a Sevilla para empezar a hablar un catalán titubeante con aquellos catalanes que no me conocían. Así, cuando volví, empecé a construir mi segunda lengua, el catalán, a pesar de un franquismo que pensábamos muerto, a pesar de una educación españolizante, a pesar de quienes nos llamaban polacos, como si fuera una broma, como si no se destilase en el apelativo ese odio ancestral de “lo español” hacia lo diferente, ese afán de imposición y tabla rasa.
Empecé a hablar catalán por voluntad propia y por convencimiento de que esa lengua debía ser tan mía como la otra, por vivir en una tierra integradora a la que durante mucho tiempo se le ha negado su esencia de nación. Y eso nada tenía en contra de España, de una España ideal que siempre ha sido bombardeada desde la Meseta y desde sus aledaños. De una España que fuera tan integradora como Catalunya, que estuviera orgullosa de una diversidad real. Una España que hoy ya parece imposible.
Pareció un proyecto viable en la mal llamada Transición, donde hubo ejemplos de diálogo y donde las concesiones a la presión de la oligarquía franquista y de un ejército contaminado dieron a luz una Constitución pactada que, a pesar de todo, podía suponer un marco de convivencia. La politización de los tribunales acabó con ese sueño y un Tribunal constitucional manipulado y disminuido en número demostró que lo votado en un parlamento y refrendado por la mayoría de una población podía ser deshecho por un puñado de magistrados. ¿Democracia?
El 11 de septiembre de 2012 salió a la calle un pueblo cansado de tres siglos de incomprensión, cansado de la continua involución de la política española, cansado de la corrupción de la casta política, cansado de la gestión de la crisis financiera. No es el dinero lo que mueve las banderas independentistas, es la dignidad que un día y otro pisotea esa Castilla antigua que se llama España.
Y la respuesta es el insulto y vuelve a ser el miedo. La respuesta es seguir intentando arrinconar la lengua hermana en ese cainismo miserable que lastra la historia de lo que pudo ser España y hoy no es más que el Estado español. Ahora nos dicen que no somos soberanos, que no podemos decidir nuestro futuro, ni los catalanes de padres catalanes, ni los catalanes de padres castellanos, extremeños, andaluces… Esto es la democracia española, escrito en castellano, con el dolor de quien creyó en una democracia verdadera y hoy se pregunta a qué espera el 15M, a qué esperan los verdaderos demócratas para salir a denunciar en la calle el regreso del odio, de la intransigencia, de la uniformidad.
Soy profesor de castellano en Barcelona, mis alumnos hablan dos lenguas con el mismo orgullo, el castellano con un dominio similar o mejor que el de la mayoría de los niños de Castilla. En mis clases de castellano no hay ideología, hay reflexión. Hay lengua, una lengua castellana hermosa y rica, con una tradición literaria que está muy por encima de la política cicatera de estos tiempos. Mis alumnos no necesitan que venga nadie a españolizarlos, quieren crecer libres y ser demócratas y que se les acepte porque son personas y no porque puedan ser votantes. Son catalanes en un sistema educativo integrador, donde la lengua vehicular es el catalán, la lengua propia de Catalunya. Esa Catalunya que pudo ser nación española y que tendrá que ser nación europea, lo que siempre ha sido; pero de la mano de un independentismo gestado fuera de Catalunya por los intolerantes.
¡Qué lástima que en el resto de España haya tan poca empatía, tan poca capacidad de entender lo diferente!
Mañana es 12 de octubre, no voy a celebrar vuestra incomprensión. Ser catalán era, para muchos catalanes, la única manera de ser español; ahora será la única forma que tiene un catalán de ser europeo.
No soy nacionalista, los nacionalistas son Wert o Rajoy, el que calla. Soy catalán, señores, mi padre es de Zamora, mi madre de Granada. No voy a alegrarme ni voy a repartirme cuando llegue la independencia. Soy catalán, votaré por esa independencia, y espero que algún día podamos ser buenos vecinos, al fin y al cabo soy profesor de castellano, esa lengua que otros llaman español.